sábado, 7 de enero de 2012

La estancia

Hola,

Hace tiempo que empecé una obra. De esas que dicen que son para dos semanas y se acaban alargando dos meses. No sabía dónde me metía sinceramente, pero bueno, aquello empezó de la manera que empezó, los tabiques empezaron a desaparecer y todo comenzó llenarse de obreros que a mi me parecían todos la misma persona. Pero es que había que poner un poco de orden ¿eh? yo lo admito. Cuando las cosas se hacen mal, se hacen mal, y eso pasa factura. Se construye con materiales que salen más baratos, se paga menos la mano de obra, se hace deprisa y corriendo y claro, las lluvias, los temblores de tierra, y el paso de los días acaban agrietando las paredes, levantando las baldosas y provocando humedades en el piso de abajo que te cuestan una discusión con la vecina del segundo y una llamada al seguro.

Así que sin apenas darme cuenta todo aquello estaba en ruinas, paredes con agujeros, muebles tapados con sábanas, suelos manchados de pintura, puertas descolgadas, baldosines amontonados y demás aparataje propio de cualquier reforma que se precie. Al principio pensé que sería algo rápido, y los primeros momentos los sobrelleve extrañamente bien. El ruido del pico a las ocho de la mañana no me molestaba, los gritos de los obreros no me alteraban, y tenerlo todo lleno de ese polvo blanco digno de maquillaje de mimo que me hacía salir como si fuera un boquerón enharinado no me incomodaba.

Sin embargo conforme fueron pasando los días empecé a mosquearme. La obra no avanzaba como yo me esperaba. Aquello hacía aguas y los obreros se quedaba viendo la ruleta de la suerte en lugar de continuar remodelando mi preciada estancia. Bueno, por unos días no pasará nada - me dije - Así que me amoldé al estilo de vida de mis trabajadores. Me comía mi bocata de calamares y mi cerveza a mitad de mañana, veía la ruleta de la suerte, y piropeada a las chicas monas que pasaban por delante de mi ventana. Y así, como quien ve pasar los trenes, se pasaron los meses.

Decidí irme un tiempo de allí, mientras terminaban la obra. Pensé que bueno, que tampoco pasaría nada por ausentarme unos días ¿no?. Craso error. Me fui unos días y cuando decidí volver, aquello estaba manga por hombro. Los obreros no sólo no habían avanzado, sino que me habían tirado el pilar de contención, el principal, el indispensable y mi techo tenía una grietas del tamaño de la falla de San Andrés. ¿Y ahora qué hacía yo? Me quedé tan impresionada que no pude ni echarles la bronca, al fin y al cabo, era yo la que se había ido unos días y los había dejado hacer lo que quisieran ¿no? Así que haciendo acopio de mis dotes para el diálogo, propuse que nos sentásemos, nos comiésemos un bocata de calamares con una cerveza, y debatieramos sobre el futuro de mi preciada estancia.

Allí nadie me daba soluciones, y el techo se empezaba a caer a trozos día tras día. A aquello le quedaba el mismo tiempo que un suspiro y yo no sabía qué hacer. Entonces, tras muchos días de reflexión y meditación profunda, decidí hacerme yo misma cargo de la obra.

Lo primero que hice fue cerciorarme de dónde estaban los problemas verdaderos, los problemas básicos. Los cimientos de aquella hecatombe. Revisé una y mil veces cada esquina, cada hueco, cada columna, hasta estar segura de que no dejaba nada sin asegurar. No quería tapar con cemento cosas que después se quedaran inacabadas.

Después, pinté las paredes de verde. El verde es el color de la esperanza y mi color favorito. Mis paredes siempre habían sido blancas. Paredes que no contaban nada, que no sentían nada. Pero eso ya era parte del pasado, parte de esa estancia que estaba remodelando desde sus raíces. Y no puse ningún cuadro, ni colgué nada en esas paredes, porque la esperanza adornada no es esperanza, si no utopía.

Tuve que elegir los muebles. ¿Para dos o para uno? Para dos, ¿no? Se supone que en eso consiste la vida, en acabar compartiendo la preciada estancia con alguien. Así que bueno, un armario grande, una cómoda con muchos cajones y una cama de 1,50 estaría bien.

Y así poco a poco aquello empezó a parecer algo habitable. Sin embargo había algo que todavía no estaba solucionado. El pilar de contención, ese que tiraron sin querer seguía sin estar. Y había zonas de la estancia de las que caían trozos de techo a diestro y siniestro y yo seguía sin saber qué hacer para solucionar ese problema. En realidad tenía muchas cosas que hacer y estaba empezando a cansarme de tener que estar preocupada de que aquello no se cayera a pedazos al mínimo temblor. Ya había hecho todo lo que estaba en mi mano. Había picado, echado cemento, pintado, limpiado y amueblado. ¿Qué más podía hacer? Me tumbé hecha un cuatro en aquella cama - para dos - durante ocho días y ocho noches tratando de encontrar una solución para que todo mi trabajo y todo mi esfuerzo no fueran para nada. No podría destruirse todo después de lo que había luchado por construirlo.

Así que me sequé las lágrimas, me levanté y cogí la escalera de detrás de la puerta. La puse debajo del punto donde debería estar el pilar de contención y me subí hasta el último peldaño. Fijé bien mis pies y respiré hondo. Levanté los brazos con las palmas de las manos extendidas, y las puse en el techo, sobre las grietas que se extendían más allá de donde alcanzaba mi vista. Y de pronto, como si aquello fuera suficiente, los trozos de techo dejaron de caer y aquel crujido preludiando el derrumbe inminente cesó.

Entonces fue cuando lo entendí todo. Fue cuando me di cuenta de que nunca hubo obreros y que por eso todos me parecían iguales: porque no tenían cara. Entendí que aquello lo destruí yo misma, que yo quité las paredes, y que yo tiré el pilar de contención. Entendí que la obra no avanzaba porque yo no avanzaba, porque yo no actuaba. Entendí entonces que no hablaba con nadie en aquellas reuniones de bocatas de calamares, si no que me hablaba a mí misma. Entendí que me esforcé por crear algo para dos, el mejor lugar que podría imaginarse, con paredes verdes que anunciaban la esperanza del futuro feliz que creía estar construyendo y entendí que sin embargo, al final de todo, no usaría esa cama para dos, ni esa cómoda para dos, ni ese armario para dos, porque tendría que ser yo el pilar que se quedara sujetando ese punto en el que todo se rompe y todo se derrumba. Y que tendré que quedarme ahí para siempre, para que cuando alguien venga a dormir a mi preciada estancia, jamás, jamás se le caiga el techo encima.


Besos

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Me dejaste sin palabras!!!

Anónimo dijo...

LOL. Impresionada me has dejado. Bravo.

Anónimo dijo...

olé!!

Santana dijo...

Hola! no me conoces, hace buen rato sigo tu blog pero nunca habia dejado un comentario. Y no por que sean malos, pero no es mi estilo o algo, nevermind.

Al principio realmente crei que hablablas de una casa, so torpe, me encanto la metafora, en serio, btw, soy fan de tus canciones, (casi una stalker XD). enserio, cambio una parte de mi panorama.

Anónimo dijo...

Impresionante, escribes que da vicio... Menuda metáfora. Genial.

Anónimo dijo...

Me encantan las metáforas. Gracias.

Noúmena dijo...

Sin calamares y sin aprender nada te habrías quedado, de no ser porque ignoraste el sentido y la responsabilidad que toda obra implica. Pero cuando se trata de una obra para dos...

Precioso ^^

Marina_2508 dijo...

Quizá algún día, la persona con la que compartas tu cama (para dos) te ayude a tapar esa gran grieta de tu corazón.

Precioso, de verdad.

Un beso

Nai dijo...

mil sin visitarte :/ feliz 2012 :D