lunes, 1 de agosto de 2011

Mis pequeños terroristas

No lo he comentado por aquí, pero este verano estoy trabajando. Trabajo como monitora en unas escuelas deportivas y, aunque tengo un porrón de primos que me han curtido en el campo del trato infantil, esta es mi primera experiencia docente, por decirlo de alguna manera.
No tengo que darles clase. Mi trabajo es una clase de educación física práctica contínua y claro, tener a treinta niños en un pabellón cuando no te conocen, no te respetan, y encima tienen el chip de estar de vacaciones, puede convertirse en una odisea digna de mención.
Así que yo, para plantearme un reto añadido, tuve la infinita suerte de ponerme mala la semana de antes de empezar. El maldito aire acondicionado hizo de las suyas mientras yo debatía sobre problemas de invasión territorial con Batman y sus colegas - no se si os acordaréis- La cosa es que me quedé totalmente afónica. Sí, afónica. La gente suele decir que se queda afónica cuando pierde un poco la voz, se queda ronca, o símplemente sus sonidos vocales aparecen y desaparecen como el Guadiana, pero sin embargo, eso clínicamente hablando se llama disfonía. La afonía es la pérdida total de la voz. Bien, yo estaba afónica el primer día que tenía que enfrentarme a una manada de niños desconocidos. Pero sobreviví - a la vista está, aquí estoy - Y los días fueron pasando, mejor o peor.
Me aprendí mis 33 nombres, con sus caras. Ha habido muchas broncas, muchos intentos de razonar, muchos llantos, muchos "¿Vamos a jugar ya al fútbol?"seño me ha pegado", "seño me ha tirado a la piscina" "seño yo no quiero ir en ese equipo". Muchos "Silencio", "¿Os podéis estar quietos un segundo?¡SOLO UNO!?", "¡Va!¿Nos sentamos?" y "¡Venga grupo B!".
Pero también ha habido muchas risas, muchos abrazos, muchos besos. Muchas visitas a sus toallas a que me dieran chuches, a robarles patatillas. Muchos fotos, muchos gritos de ánimo y mucha competición. He jugado con ellos al fútbol, al baloncesto, he echado carreras con ellos, he jugado a las cartas y me han tirado con toda la ropa a la piscina. Los he escuchado contarme cosas de sus vidas, los he consolado cuando se han hecho una herida o cuando se han caído, los he tenido abrazados sentados en mis piernas si estaban malos, y me he partido de risa con algunas cosas que me han dicho.
Es normal que llorara el viernes cuando tuve que despedirme de ellos. Casi todos, menos cinco, ya no vienen en Agosto. Al despedirme de Sergio, aunque tuviera ganas de matarlo más de una vez, de Mario, de Lucía, de Laura -que me regaló unas gafas de sol- de Víctor y su histeria permanente, de Marta a la que tenía que quitarme de encima por las malas porque no me soltaba, de María, de Fernando, de Lola, Álvaro, de Kiko...Pero cuando ya de verdad noté que se me rompía el corazón, fue cuado tuve que despedirme de mis gemelos. Antonio y Javi. Creo que ha sido a los dos que más he regañado, pero sin duda alguna, a los que más cariño he cogido de todos. Tan pequeños con sus siete años recién cumplidos, tan idénticos que no soy capaz de distinguirlos en una foto -En vivo ya me busqué mis técnicas y los diferenciaba- Con esos ojos azules tan enormes, que te miraban y no había nada más que felicidad y transparencia y sus camisetas de spiderman, siempre iguales. Me he enamorado de esos dos niños y cuando tuve que despedirme de ellos y me puse de rodillas en el suelo para estar a su altura y poder darles un abrazo, sentí como un poquito de mi se iba con ellos.
Puede sonar muy exagerado, lo sé. Pero yo también pensaba que se exageraban estas cosas. Y no. Realmente estoy muy triste, mucho. Echo muchísimo de menos a mi niños de Julio porque hoy han venido los de Agosto y no me ha gustado el día. Me he sentido como si hubieran cambiado a todos los personajes de mi serie favorita y ahora las cosas no encajaran, como si nada estuviera en su sitio.
Ya me ha dicho todo el mundo que es cuestión de acostumbrarme, que ahora le cogeré cariño a estos y que en dos semanas estaré tan contenta y tan encantanda con ellos como lo estaba con los otros. Pero hoy lo único que me apetece es hacerme un cuatro en la cama y llorar.
Menos mal que no he estudiado magisterio, porque entonces habría vivido una depresión constante, de verdad. Nunca pensé que podría cogerle tanto cariño a esa pandilla de terroristas que no me ha dejado recuperar mi voz en un mes. Nunca pensé que se me rompería el corazón al despedirme de ellos y al llegar hoy y no verlos bajar corriendo las escaleras mientras yo salía del almacén con el material en las manos, ni al mirar en la piscina y no ver a ninguno corretear por allí.
No sé cómo estarán el resto de mis compañeros con sus niños, pero yo, sinceramente, estoy de un triste que no me lo creo. Espero que se me pase pronto, mientras, voy a llorar un rato.

Un beso

1 comentario:

Utopia dijo...

Yo creo que acabas desarrollando una especie de barrera con el paso de las generaciones con las que vas tratando porque si no sería imposible para los profesores (imagínate para los médicos cuando un paciente se les muere) ¡Mucho ánimo!
PD: soy Utopía la del twitter, que el otro día vi que tenías blog y yo sin saberlo. ¡Oh Dios! Veo que sigues ahí a tope con Hands auf Herz. Mola :)