domingo, 16 de diciembre de 2012

El país de Nunca Jamás

Hola,

Hay muchas cosas injustas en el mundo. Muchas más de las que nos creemos, de las que conocemos, y de las que a juicio personal creemos que lo son. Podemos pensar que es injusto que nuestro equipo de fútbol pierda porque el árbitro no vio una mano en el área en el último minuto; podemos creer que es injusto que hayamos perdido el autobús porque se ha adelantado tres minutos y no nos ha dado tiempo a llegar a la parada; podemos creer que es injusto haber suspendido un examen después de habernos pasado la noche sin dormir estudiando, y así podría continuar con una lista interminable de cosas que nos parecen injustas cada día.

Pero quiero hablar de cosas verdaderamente injustas: Injusto es que haya veinte niños que no vayan a volver a casa después de un día de colegio. No quiero hacer demagogia, ya sé que habrá mucha gente - como siempre - que diga: Pues en oriente medio mueren esos niños cada día y nadie dice nada, o cada día mueren mil niños a causa de la desnutrición y no se monta este alboroto. Vale, lo sé. Esa es una realidad que conozco y no por eso me importa menos que los veinte niños de EE.UU, pero hoy voy a hablar de esto. ¿Por qué?, pues porque al contrario que el 90% de los días, el viernes no miré tuiter en toda la tarde, y no me enteré de qué había pasado. Y no lo miré porque estaba cuidando de mis primos pequeños.

Llegué a su casa y el enano de dos años y medio me estaba esperando detrás de la puerta partiéndose de risa con su pelo rubio, y Jesús, de cinco años, estaba pintando en una de estas láminas de plástico que luego se pueden borrar. Nada más verme me dijo: uy, te he pintado con el pelo rizado, pero estás más guapa con el pelo liso. Me pasé la tarde jugando, riendo, escuchando sus historias, cantando los villancicos que van a cantar en el colegio, viendo anuncios de juguetes y dándole besos cada vez que se me sentaban encima. Les hice cosquillas mientras les ponía el pijama, saltaron en la cama, me ayudaron a poner la mesa y cenamos en platos de colores mientras veíamos Disney Channel y el enano me pedía que le echara más patatas fritas  - está totalmente enganchado -. Bailamos cien veces Witch Doctor en el Cantajuegos, y a la cama. Jesús leía su libro en voz alta mientras el enano se dedicaba a pulsar los botones de los sonidos de animales de su libro y a reírse cada vez que sonaba el avestruz. Por fin accedieron a intentar dormirse, y les dije que estaría en el salón si necesitaban cualquier cosa, y conforme iba saliendo de la habitación los escuchaba partirse de risa cada vez que el peluche de Mickey decía algo al apretarle la barriga. Las risas duraron diez minutos, y yo no fui a decirles que se durmieran. Simplemente me senté en el salón a disfrutar de ese momento hasta que poco a poco fue haciéndose el silencio y se quedaron dormidos.

Cuando llegué a casa y leí la noticia del tiroteo de Newtown, algo dentro se me rompió un poco. Supongo que es lo que te pasa cuando te haces mayor y quieres a alguien de una forma tan incondicional, alguien que en cierta manera depende de ti, y que es tu responsabilidad. Pensé en que cada uno de esos niños se reiría esa misma mañana tal y como lo había hecho mis primos conmigo, que tal vez habían hecho un dibujo sobre alguien, que tal vez habían cantado el villancico que iban a cantar en el colegio en navidad; que tal vez su madre, su padre, o sus hermanos les habían dado un último beso cuando se sentaron sobre ellos en casa, y me dieron ganas de llorar.

No puedo ni siquiera imaginar cómo deben sentirse unos padres al perder a sus hijos. Ya sea en un tiroteo, por enfermedad, por accidente, o por cualquier causa. Los niños no deberían poder morir.

Dejemos de aprobar leyes absurdas y hagamos algo al respecto.




Besos









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